Ahora,
sentado en un banco de la plaza del pueblo y tomando este esplendido sol de
junio, veo pasar a los niños que
acompañados de sus madres se dirigen al colegio, y se me viene a la mente
cuando antaño yo, siendo un niño, recorría más de cuatro kilómetros todos los días
para asistir a la escuela.
Hiciese frío o calor, siempre, por un camino solitario lleno de barro o de
polvo, dependiendo de la época del año, recorría esa distancia por duplicado, y
jamás mis padres escucharon la más mínima queja de mí. Me encantaba ir a la escuela y disfrutaba todos los días con las enseñanzas de don Pedro,
mi maestro.
Vivían
mis padres en un caserío alejado del pueblo y allí cuidaban el ganado y las
tierras de don Ambrosio. Siempre con olor a excrementos y pasando todo tipo de
miserias. Mis amados padres no sabían leer ni escribir y siempre que recibían
alguna carta tenían que acudir a que don Pedro se la leyese y le explicase su
contenido. Así como a confeccionarle un escrito de cualquier tipo, y os puedo
asegurar que tenía don Pedro la más
bella letra que yo he visto jamás, e incluso antes con las máquinas de escribir,
y hoy con los ordenadores, me sigue gustando más la caligrafía tan bella,
perfecta y cuidada de don Pedro. ¡Aún conservo algún que otro escrito de él!
No deseaban mis padres que su hijo viviese de
la misma forma que ellos, y preferían que yo aprendiese a leer y a escribir,
y más tarde cuando fuese mayor poder trabajar y vivir en el pueblo con las
demás personas, y así poder disfrutar de todos aquellos placeres que ellos en
su apartado lugar no disfrutaban jamás.
Me
encantaba la Gramática y las Matemáticas y el maestro nos decía que teníamos
que aprenderlas bien porque sería lo que
más utilizaríamos en nuestra vida cotidiana.
Don
Pedro era un buen maestro, que le encantaba enseñar; un profesor que no era
defensor del famoso dicho: “la letra con
la sangre entra”. — ¡Menudo
dislate! ¿A quién se le pudo ocurrir? Todo embuste repetido miles de veces se
transforma en verdad para la mayoría de los ciudadanos. —Decía don Pedro cada vez que escuchaba la pésima frase. No castigaba jamás a ninguno de sus alumnos, solo se conformaba
con echarnos alguna reprimenda y hacernos prometer que ya no lo haríamos más. Y
siempre acababa diciéndonos: “Sabed que cumplir la palabra dada es lo que más
honra a una persona.”
Más
de un padre le decía al maestro que si su hijo se portaba mal tenía permiso
para castigarle con el palo, y don Pedro siempre le respondía que en su
escuela, mientras él estuviese, no se usaba la férula ni ningún otro tipo de
tortura. “Hay que educar con el amor no con el dolor”. Era la frase predilecta
del maestro.
—El saber enseñar —nos decía
siempre don Pedro— es el arte de transmitir a
los demás el deseo de conocer la utilidad de cada cosa.
Era
don Pedro, rechoncho, con principio de calvicie, y un buen mostacho con el que
aparentaba ser más fiero de lo que en realidad era. A igual que el poeta Machado
estilaba don Pedro un pobre desaliño
indumentario, cosa muy habitual en
cualquier maestro de la España rural. El
sueldo de don Pedro no daba para grandes desembolsos y si vivía algo mejor era
gracia a la generosidad de sus vecinos que siempre contribuían con longanizas,
frutas y verduras, cada uno en la medida que le era posible; y las mujeres les
confeccionaban o reparaban la pobre vestimenta que don Pedro poseía. También,
es verdad, que el maestro llegado el tiempo de la cosecha jamás se privó de
ayudar a las familias más necesitadas a recoger sus frutas, segar sus trigos o
cualquier otra ayuda que le solicitasen.
Algo
menos de treinta niños, de diferentes edades, asistíamos a la escuela y a todos
nos transmitía el maestro su amor al saber, a conocer la naturaleza, a respetarla y a sacar provecho de todo aquello
que ella generosamente nos ofrecía. Él decía que solo puede respetar la
naturaleza aquel que la conoce de verdad. Todos los meses aprovechaba un día don
Pedro para salir al campo con sus alumnos y nos iba mostrando las plantas, los
insectos, las setas, los árboles, los pájaros, los minerales, y allí sobre el
terreno mantenía animadas conversaciones con nosotros para explicarnos el porqué y el para qué Dios
había colocado cada cosa en la
naturaleza.
—Todo tiene su utilidad, todo cumple alguna función en
este mundo. —No se cansaba de decirnos
una y otra vez nuestro apreciado maestro.
Era,
don Pedro, muy partidario de las redacciones porque para él era una muy buena
forma de que los niños aprendiésemos a escribir correctamente: sin faltas ortográficas.
Y aprovechaba las salidas al campo para que les explicásemos en el papel lo que
habíamos visto y lo que habíamos aprendido. También tenía el buen maestro en la
escuela una pequeña librería donde sus alumnos podíamos tomar el libro que más
nos gustase, y podíamos llevárnoslo a
casa para leerlo e ir habituándonos a la lectura. Jamás, que yo sepa, se perdió ningún libro y se asombraba el
maestro de cómo los libros después de pasar por tantas manos de niños se conservaban en tan buen estado. Todos sus
niños aprendimos el valor de un libro, y a comprender que había que cuidarlos
porque detrás de nosotros vendrían otros niños que también lo iban a necesitar.
Seguía el maestro la costumbre instaurada en todos
los pueblos españoles de ir por las tardes a la taberna del pueblo y allí en tertulia
con los vecinos intentaba, consiguiéndolo en menor o mayor medida, según el
interlocutor, inculcar sus ideas y su forma de ver la vida. Con esto consiguió
que incluso aquellos vecinos que no eran partidarios de sus pensamientos lo llegasen a respetar y a querer.
El
día que después de más de veinte años el maestro abandonó el pueblo no hubo ni
un solo vecino que no saliese a despedirlo, y todos lamentaron su pérdida.