sábado, 3 de noviembre de 2018

Don Pedro, un maestro rural.


Ahora, sentado en un banco de la plaza del pueblo y tomando este esplendido sol de junio, veo pasar  a los niños que acompañados de sus madres se dirigen al colegio, y se me viene a la mente cuando antaño yo, siendo un niño, recorría más de cuatro kilómetros  todos los días   para asistir a la escuela. Hiciese frío o calor, siempre, por un camino solitario lleno de barro o de polvo, dependiendo de la época del año, recorría esa distancia por duplicado, y jamás mis padres escucharon la más mínima queja de mí. Me  encantaba ir a la escuela y disfrutaba  todos los días con las enseñanzas de don Pedro, mi maestro.
Vivían mis padres en un caserío alejado del pueblo y allí cuidaban el ganado y las tierras de don Ambrosio. Siempre con olor a excrementos y pasando todo tipo de miserias. Mis amados padres no sabían leer ni escribir y siempre que recibían alguna carta tenían que acudir a que don Pedro se la leyese y le explicase su contenido. Así como a confeccionarle un escrito de cualquier tipo, y os puedo asegurar que tenía  don Pedro la más bella letra que yo he visto jamás, e incluso antes con las máquinas de escribir, y hoy con los ordenadores, me sigue gustando más la caligrafía tan bella, perfecta y cuidada de don Pedro. ¡Aún conservo algún que otro escrito de él!
 No deseaban mis padres que su hijo viviese de la misma forma que ellos, y preferían que yo aprendiese a leer y a escribir, y más tarde cuando fuese mayor poder trabajar y vivir en el pueblo con las demás personas, y así poder disfrutar de todos aquellos placeres que ellos en su apartado lugar no disfrutaban jamás.
Me encantaba la Gramática y las Matemáticas y el maestro nos decía que teníamos que aprenderlas bien porque sería  lo que más utilizaríamos en nuestra vida cotidiana.
Don Pedro era un buen maestro, que le encantaba enseñar; un profesor que no era defensor del famoso dicho: “la letra con la sangre entra”. ¡Menudo dislate! ¿A quién se le pudo ocurrir? Todo embuste repetido miles de veces se transforma en verdad para la mayoría de los ciudadanos. Decía don Pedro cada vez que escuchaba la pésima frase. No castigaba jamás a ninguno de sus alumnos, solo se conformaba con echarnos alguna reprimenda y hacernos prometer que ya no lo haríamos más. Y siempre acababa diciéndonos: “Sabed que cumplir la palabra dada es lo que más honra a una persona.”
Más de un padre le decía al maestro que si su hijo se portaba mal tenía permiso para castigarle con el palo, y don Pedro siempre le respondía que en su escuela, mientras él estuviese, no se usaba la férula ni ningún otro tipo de tortura. “Hay que educar con el amor no con el dolor”. Era la frase predilecta del maestro.
El saber enseñar nos decía siempre don Pedro es el arte de transmitir a los demás el deseo de conocer la utilidad de cada cosa.
Era don Pedro, rechoncho, con principio de calvicie, y un buen mostacho con el que aparentaba ser más fiero de lo que en realidad era. A igual que el poeta Machado estilaba don Pedro  un pobre desaliño indumentario, cosa muy  habitual en cualquier  maestro de la España rural. El sueldo de don Pedro no daba para grandes desembolsos y si vivía algo mejor era gracia a la generosidad de sus vecinos que siempre contribuían con longanizas, frutas y verduras, cada uno en la medida que le era posible; y las mujeres les confeccionaban o reparaban la pobre vestimenta que don Pedro poseía. También, es verdad, que el maestro llegado el tiempo de la cosecha jamás se privó de ayudar a las familias más necesitadas a recoger sus frutas, segar sus trigos o cualquier otra ayuda que le solicitasen.
Algo menos de treinta niños, de diferentes edades, asistíamos a la escuela y a todos nos transmitía el maestro su amor al saber, a conocer la naturaleza, a  respetarla y a sacar provecho de todo aquello que ella generosamente nos ofrecía. Él decía que solo puede respetar la naturaleza aquel que la conoce de verdad. Todos los meses aprovechaba un día don Pedro para salir al campo con sus alumnos y nos iba mostrando las plantas, los insectos, las setas, los árboles, los pájaros, los minerales, y allí sobre el terreno mantenía animadas conversaciones con nosotros  para explicarnos el porqué y el para qué Dios había  colocado cada cosa en la naturaleza.
Todo tiene su utilidad, todo cumple alguna función en este mundo. —No se cansaba de decirnos una y otra vez nuestro apreciado maestro.
Era, don Pedro, muy partidario de las redacciones porque para él era una muy buena forma de que los niños aprendiésemos a escribir correctamente: sin faltas ortográficas. Y aprovechaba las salidas al campo para que les explicásemos en el papel lo que habíamos visto y lo que habíamos aprendido. También tenía el buen maestro en la escuela una pequeña librería donde sus alumnos podíamos tomar el libro que más nos gustase, y podíamos  llevárnoslo a casa para leerlo e ir habituándonos a la lectura. Jamás, que yo sepa,  se perdió ningún libro y se asombraba el maestro de cómo los libros después de pasar por tantas manos de niños se  conservaban en tan buen estado. Todos sus niños aprendimos el valor de un libro, y a comprender que había que cuidarlos porque detrás de nosotros vendrían otros niños que también lo iban a necesitar.
Seguía  el maestro la costumbre instaurada en todos los pueblos españoles de ir por las tardes a la taberna del pueblo y allí en tertulia con los vecinos intentaba, consiguiéndolo en menor o mayor medida, según el interlocutor, inculcar sus ideas y su forma de ver la vida. Con esto consiguió que incluso aquellos vecinos que no eran partidarios de sus pensamientos  lo llegasen a respetar y a querer.
El día que después de más de veinte años el maestro abandonó el pueblo no hubo ni un solo vecino que no saliese a despedirlo, y  todos lamentaron su pérdida.

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