Los gallos, despertadores infalibles y naturales, anuncian con su quiquiriquí quiquiriquí, la llegada del nuevo día. El cielo, poblado de enormes nubes oscuras, no presagia un día muy apacible. Una chimenea anuncia con su fumata que en esa casa se inicia la actividad diaria.
El campesino con su sombrero ancho y oscuro, su rostro bronceado y curtido por su exposición diaria a la intemperie, su jersey de lana gruesa y cuello alto, sus pantalones de pana ajados por el paso del tiempo, sus botas de cuero lustradas con cebo y un hacha en la mano, atraviesa con paso decidido la calle del pueblo.
La noche anterior había nevado escasamente y el suelo se encontraba moteado de puntos blancos.
En un patio cercano un par de perros, con sus ladridos, anuncian que alguna persona o animal pasa por la calle.
El
campesino, allí donde se bifurcan los caminos, escoge el de la
izquierda que, ascendiendo y serpenteando, se adentra en el bosque; el
otro se dirige hacia el pantano.
Una
vez dentro del bosque el campesino se ve rodeado de hayas y robles y,
en su parte derecha, por un conjunto de pinos: pinos de reforestación
que vinieron a sustituir a los robles cuando hace una década un
pirómano, amparado en la oscuridad de la noche, prendió fuego al bosque
con el único objeto de regocijar su cruenta maldad.
Miles
de veces, miles de veces, había pasado el campesino por ese camino,
miles de veces, y jamás se había percatado del viejo roble que con su
tronco en forma de espantapájaros, con sus únicas dos ramas como brazos
alzados, con un agujero negro de boca, (probablemente habitáculo común
de una lechuza o búho), aparenta ser un cíclope que controla el
paso del camino. Se pregunta por qué hoy le ha llamado la atención. Por
qué hoy se ha dado cuenta de su forma quijotesca y cómo puede todavía
seguir en pie sin que la motosierra de algún leñador o una fuerte
ventisca no lo hayan abatido. Después de estos segundos de meditación, el campesino emprende su camino y apenas ha terminado de dar un paso cuando se oye una débil voz espectral que le dice:
— ¡Hasta luego!
Se queda parado y, girando la cabeza muy lentamente, mira al viejo roble; retrocede un paso y mira hacia arriba…, hacia abajo…, hacia la derecha…, hacia la izquierda…, pero no ve a nadie ni a nada.
Será
la edad y el cansancio que me han jugado una mala pasada —piensa el
campesino—. Decide continuar y cuando apenas ha terminado de dar el primer paso se oye una voz, esta vez más fuerte y clara, que le dice:
— ¡Hasta luego!
Se queda quieto, petrificado y asustado. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Muy quieto, se gira lentamente, y con su rostro contraído,
mira al viejo roble. Nada nota fuera de lo normal. No hay ningún lugar o
escondrijo donde alguien escondido le pueda estar gastando una broma.
De frente mirando al roble, al campesino se le viene a la mente los versos del poeta:
Ayer tarde
volvía yo con las nubes
que entraban bajo rosales
grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.
La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
Mirando al roble se pregunta: ¿Cuántos años llevará el viejo roble controlando el camino? ¿Cuántos años hará que sus ramas no dan hojas ni frutos? ¿Cuántas veces sus
bellotas, antes que la ventisca del crudo invierno las arrojasen al
suelo y sirviesen de alimentos a los jabalíes y otros animales del
bosque, alimentaron a los arrendajos y otras aves?
Y sin darse cuenta, deja de pensar para pasar a una voz en forma de susurro que dice:
—Si
tú viejo roble pudieses, me dirías: ¿Cuántos pájaros anidaron en tus
ramas y alegraron con su canto el entorno del bosque? ¿Cuántos
cazadores, escondidos tras tu tronco, esperaron pacientes sus trofeos de
caza? ¿Cuántos amantes abrazados a tu tronco sellaron con un beso sus promesas de amor?
El viejo roble sigue firme, erguido e impertérrito. El campesino decide continuar su camino, pero en
sentido contrario: hacía el pueblo. Cuando apenas ha dado el primer
paso se escucha la misma voz, pero esta vez menos espectral y más jovial
que le dice:
— ¡Gracias!
El campesino no se da la vuelta y, con una sonrisa en la boca y la alegría manifiesta en su rostro, continúa andando.
Este año el joven pino, alegre y revoltoso, que como un gladiador compite con el brezo, la aulaga, la jara y la retama por poseer un trozo de terreno al borde del camino, se ha salvado de ser adorno navideño en la casa del campesino.
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